martes, 26 de mayo de 2009

Crónica del viaje hacia Pununo

El día empezó muy temprano, el guía nos esperaba a las 8am frente a la emergencia del hospital del Tena. Cuando llegamos había una camioneta lista para transportarnos hasta la vivienda del Shaman al que visitaríamos, cerca de Pununo. El viaje duraba alrededor de una hora y media y todos los presentes no cabíamos en el interior de aquella doble cabina, por lo tanto seis de nosotros tuvimos que viajar el el balde. Mientras íbamos por la carretera el único inconveniente era el viento que nos azotaba con fuerza ya que el conductor parecía creerse mejor que Montoya.  El calor húmedo de la zona evitaba que sintiéramos frío, pero nuestra suerte cambió cuando en menos de media hora empezó a llover. Debido a la velocidad las gotas parecían agujas y todos hacíamos nuestro mejor esfuerzo para protegernos de su ataque. El viaje era silencioso y nadie se atrevía a abrir ni siquiera los ojos, ya que no nos perdíamos de mucho, el paisaje era una difusa mancha verde a ambos lados del vehículo. Unos cuantos kilómetros más adelante pudimos dejar la lluvia tras de nosotros pero nadie se atrevía entablar una conversación, de vez en cuando el viento se llevaba un comentario suelto y unas cuantas carcajadas. Los que nos encontrábamos atrás veíamos con cierta envidia a los que dormían plácidamente dentro del vehículo libres del viento y la lluvia, en un asiento cómodo y forrado. Pero la peor parte aún no llegaba. De un momento a otro dejamos la carretera asfaltada para internarnos por un camino de piedras y tierra, fue en ese momento en que sentíamos como nos temblaba el cerebro y todos los huesos de nuestro cuerpo. Toda la siguiente parte del camino fue así, y como el chófer no reducía la velocidad, ahora no solo nos acechaba el viento, si no también las ramas de las laderas y una que otra piedra que saltaban bajo la presión de las llantas.



Cruzamos varios puentes colgantes y muy estrechos, sobre correntosos ríos. Cada uno decidía entre si ver el hermoso paisaje o ceder al miedo y cerrar los ojos, pero la vista era espectacular.



Ya para cuando nuestras posaderas empezaban a quejarse debido a la irregularidad de la superficie y los constantes saltos del vehículo, empezamos a disminuir la velocidad porque el camino casi desapareció frente a nuestros ojos cuando tuvimos que cruzar un pequeño río y después otro. Y cuando el terreno se volvió aún más irregular y ya no resistíamos la incomodidad llegamos a una pequeña explanada y la camioneta se detuvo. Con el cuerpo adolorido dimos gracias en silencio y procedimos a bajarnos del vehículo para caminar tras el guía hasta la casa del Shamán, con la esperanza de que la misma camioneta nos recogiera después de unas cuantas horas. 
Como ya no corría el viento, el calor y la humedad empezaron a caer sobre nosotros y como buenos citadinos caminábamos lo más juntos posible intentando evitar todo contacto con la madre naturaleza e intentando pisar exactamente en los puntos que el guía había pisado. Nadie quería toparse con una sorpresa selvática.